El miedo de Seitán

Codos doloridos y páginas manchadas por el sudor eran las únicas cosas que acompañaban a Seitán en su búsqueda de un mayor conocimiento. Toda su vida había girado en torno a las artes oscuras y él se había dejado llevar por la corriente. Incluso se había alejado de su familia, pues aprender sobre todo aquello que estaba oculto era demasiado absorbente como para permitirse hablar con otros seres que no fuesen aquellos a los que sabía invocar con runas, rituales y sellos en el suelo.

Había conocido a muchos hechiceros que clamaban a los cuatro vientos sus gestas magníficas o aterradoras, pero pocos eran realmente capaces de estar a la altura de su propia lengua. Sin embargo, Seitán quería ser diferente. Quería estar por encima de la adivinación y del dominio de los elementos naturales, pues las consideraba demasiado fáciles. No como la invocación. Este arte era tan complejo que una mente poco entrenada podría perder su norte y terminar yendo a la deriva en los mares de la locura sólo intentando invocar al más pequeño de los diablillos. A pesar de ello, Seitán se sentía preparado para la técnica más grandiosa que había podido encontrar.

En unos manuscritos que según lo que había contado el informante, habían sido encontrados en una cueva apartada de toda civilización, constaba la manera de ejecutar la invocación de cualquier criatura, sin símbolos ni palabras. Sólo hacía falta el poder de la mente.

Indagar sobre ello entre los documentos más conocidos de la hechicería había sido imposible, así que Seitán bajó un escalón más, moviéndose entre las sombras que merodean justo debajo del conocimiento común. Buscó entre pergaminos prohibidos y otros documentos cuya existencia no debía ser sabida, dejando que su obsesión por el poder le guiara hacia su destino. Poco pudo encontrar exceptuando la terminante prohibición de la práctica de invocación con ese método, pero no se decía nunca el por qué. El hombre hizo caso omiso a toda advertencia que recibía y decidió aprender con los manuscritos que había adquirido. Mientras los leía podía saborear la grandeza, podía escuchar los aplausos y podía sentir el calor del gran poder que conseguiría si lograba efectuar aquella técnica prohibida.

Durante los siguientes meses, Seitán se dedicó a entrenar su mente tal y como se dictaba en los manuscritos, pues debía tener la suficiente fortaleza como para mantener la invocación manifestada durante el mayor tiempo posible. Mucha meditación, muchos ejercicios que consistían en mantener una imagen clara en la mente durante mucho tiempo Era duro, pero su ambición de dominar una técnica tan maravillosa le forjó una voluntad inquebrantable para tal cometido.

Finalmente, el hombre vio su mente tan afilada que podía pensar en una criatura e invocarla durante unas horas, lo que le permitió convertirse en el más temido de los hechiceros de la gran ciudad en la que vivía. También en el más famoso. Había alcanzado la gloria de ser el más grande entre los suyos, el número uno.


Sin embargo, en una noche de verano, una cena que no se digirió como debería combinada con el calor nocturno hicieron que Seitán tuviese una pesadilla. En esta se vio a sí mismo cayendo suavemente por un vacío inescrutable, siendo su caída amortiguada por algo tan suave y elástico que no hubo impacto ni rebote. Examinando el lugar en que se encontraba se dio cuenta de que había caído en una red infinita conformada por nudos luminosos, todos diferentes entre sí, pero entrelazados por vínculos irrompibles. Más impresionante aún era que dicha red soportaba al mundo, o lo que parecía ser la idea del mundo, y bajo ella, había un abismo de posibilidades y caos que hizo temblar al hombre. Esta sensación de abrumadora insignificancia creó un pesado terror que se aferró en su corazón y garganta, impidiéndole siquiera respirar. La ansiedad que provocaba aquella desesperada situación le hizo gritar con todas sus fuerzas pero no podía, entonces surgió la frustración.

Todas esa negatividad le aprisionaba en un estado de agonizante vulnerabilidad, y le hacía tan pesado que le arrastraba al abismo caótico que había dilatando la red. A medida que Seitán descendía hacia un averno de inconcebible incoherencia, su mente y alma gritaban. En su vida había sentido tanto temor por algo como por el hecho de sumergirse en aquel océano de locura.

- Si invoco algo, lo que sea... -pensó, pero ninguna imagen le venía a la cabeza a causa del creciente pánico. No obstante, sí que pudo concentrar hasta la última gota de su poder intentar invocar algo con la intención de que eliminase su temor al denso absurdo que se desplegaba en el espacio infinito bajo la red. Así, poco a poco su creación desesperada cobraba forma frente a él.

El pánico le había hecho tomar una medida de cuyas consecuencias no reparó hasta que vio su invocación terminada completamente.

- Mierda -pensó.

Se trataba de la obra de hechicería más impresionante que se había hecho jamás. Una masa informe cuyo color sólo se podía describir como miedo, o así lo percibía Seitán. Este pensó también que la apariencia de aquella entidad era incomprensible en tantos ámbitos que su mente sólo podía asimilar el terror que le causaba. Y así sin más, despertó entre gritos y sudores.

Esa noche no pudo dormir.

Durante el pesado día siguiente, la falta de sueño se hizo evidente en el humor del hechicero, pues la pesadez le hacía moverse más despacio. Sin embargo, al final del día, Seitán llegó a la conclusión de que tenía un problema.

A causa del terror que había experimentado junto con su entrenamiento mental, aquella pesadilla se negaba a escapar de su mente. De hecho, no pasaba un sólo segundo en el que Seitán no tuviese la imagen de la horrenda criatura en su mente, y eso lo mantenía en un constante estado de paranoia en el que se veía incapaz de no mirar a todos lados una y otra vez, esperando ver a la criatura detrás de cada esquina, o aparecer tras cada parpadeo.

El pobre hombre se hallaba en su cama sin poder dormir aquella noche cuando alguien tocó a su puerta. Este se desplazó como pudo arrastrando los pies hasta la entrada.
- ¿Quién es?
- ¿Seitán el invocador?
- Sí... ese... -intentó decir mientras bostezaba- soy yo, sí.
- Ha pasado algo y la ciudad necesita su ayuda. Por favor, abra la puerta.

Eso hizo Seitán, interesado en el asunto.

Resultó ser que era un agente de la ley.Este le estaba buscando justamente porque ya nadie sabía a quién acudir. Todos habían desistido.
- Pero... exactamente ¿qué ha pasado? -quiso saber Seitán, que tenía un mal presentimiento.
- Esta mañana, una chica encontró a su madre en un estado... complicado. Parecía haber muerto; no se movía, no respondía a ningún estímulo y sus ojos se mantenían fijos en un punto, sin siquiera pestañear. Sin embargo respiraba y su corazón latía normalmente.
- Eso es... -se quedó pensativo unos segundos para encontrar una palabra adecuada- extraño.
- Si. Después de consultar a médicos, curanderos, brujas y otras personas sólo pudimos concluir que lo que pasó a esa señora había sido perpetrado por algo que no era humano. Y como se dice que usted es un experto en cosas no humanas...
- Entiendo. Veré qué puedo hacer.

Cuando Seitán entró en la humilde casa vio a la chica llorando desconsoladamente en un sillón fuera de la habitación en la que se encontraba su madre. Aquella escena creó un nudo en la garganta del hechicero, que entró en el dormitorio de la señora para ver lo que, después de un rato de analizar, le pareció que era la carcasa vacía de lo que antes fue un humano. Poco se esperaba que el responsable de toda esa situación dejase una especie de rastro mágico en la frente de su víctima. El corazón del hechicero dio un vuelco y comenzó a bombear sangre tan deprisa que incluso una sensación de mareo se apoderó de él. La boca se le secó instantáneamente y el clásico sudor frío, de aquel que sabe que sus días están contados con los dedos de una mano, surgió de sus manos y rostro.

Se trataba de una huella mágica que por lo visto sólo él podía percibir. Esto implicaba que había un vínculo entre él y el ser. Esto, junto con el hecho de que no podía quitarse de la cabeza la pesadilla de la noche anterior, le dio a entender que sí que había invocado a ese ser, y no conforme con eso, le estaba dejando libre en el mundo, sólo por el miedo que sintió con su presencia. No poder quitarse esa pesadilla de la cabeza había "matado" a esa pobre señora, y sólo pensar en ello casi le hace vomitar en aquella habitación.

Justo en ese instante entendió el por qué esas prácticas estaban prohibidas. Estaba tan acostumbrado a invocar desde su mente que sus pesadillas se habían convertido en un peligro. Sin embargo, lo que más atemorizó a Seitán era que si intentaba recordar la intención con la que invocó a la criatura, poco a poco la respuesta de qué le hizo a la mujer se formaba en su cabeza.

- Si no hay mente, no hay miedo -pensó reprimiendo el impulso de gritar como un desquiciado.

Cuando pudo recuperarse un poco de la impresión le dijo al agente que debía investigar con más detenimiento en su biblioteca. Su interlocutor accedió, aunque por la reacción que pudo apreciar del hechicero decidió seguirlo. Tenía una corazonada.

No fue para nada sorprendente para el agente ver al hechicero salir de su casa y correr hasta las afueras de la ciudad. Ese hombre estaba actuando de una forma tan sospechosa que estuvo a punto de ir hasta él y arrestarlo, pero no lo hizo, quería continuar viendo qué hacía aquel hechicero.

Por su parte, Seitán, cuando apenas podía ver la ciudad a lo lejos bañada por la luz de la luna, gritó. Llamó a la criatura tan fuerte como pudo y utilizó su propia sangre para atraer a la pavorosa bestia que había invocado desde su mente.

Esta apareció a una velocidad vertiginosa que el ojo humano era incapaz de seguir, y sin embargo, parecía tener problemas para mantenerse en el mundo. Su forma, manifestada totalmente era incluso pero de lo que había sido en las pesadillas del hechicero, pues en aquellas condiciones tenía la esperanza de que podía despertar. Esta vez era distinto. Esta vez iba a ser su último acto de magia, pues tal como estaban las cosas, sólo podía pensar en una solución.

- ¡He sido soberbio y tu eres el fruto de tal pecado! -clamó Seitán a los cuatro vientos. Acto seguido, se acercó a la criatura y dijo sus últimas palabras:
- Sin mente no hay miedo, pero sin mi mente tu no existes.

Y así, dejando que la bestia se alimentase de la mente del prodigioso hechicero, la llama que antes era su mente se apagó.

El agente sólo le vio gritar y desplomarse.


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