Música del extranjero.

Hacía un año que el abuelo de Daria había fallecido, pero ella nunca pudo recoger valor para volver a aquella casa apartada de todo, perteneciente a su modelo paterno, más de lo que era su padre.

Al bajar del coche y observar detenidamente la derruida estructura se arrepintió de no haberse dedicado a cuidarla, o al menos mantenerla para que no llegase a tal estado. Sin embargo, todo era tal como ella lo recordaba. El columpio en el que ella tantas veces se balanceó y lastimó, el tronco en el que se cortaba leña para la chimenea, incluso los dibujos que ella misma había hecho con pintura en las paredes exteriores se encontraban allí. La embargó la nostalgia al ver una mecedora vacía en el porche de la casa, y la sensación de que en otro tiempo todo era mejor se coló por una rendija en su cerebro.

En parte agradecía volver a un lugar que le daba tantos recuerdos, así que decidió devolverle el favor a su abuelo y se dispuso a restaurarlo todo. Esta comenzó por hacer una limpieza de la casa y expulsar a los nuevos inquilinos, que eran pájaros, arañas y ratas.

Pasaron semanas en las que Daria aprovechaba sus días libres para ir a la cabaña que una vez fue la de su abuelo para reformarla, y probablemente hacer una barbacoa con su familia, como sorpresa. Aquello la animaba enormemente, pues desde la partida del viejo Rob, su abuelo, todos sus parientes se habían distanciado, haciendo que los vínculos se rompieran poco a poco. Para ella eso estaba resultando desesperadamente triste.
Entonces llegó el momento de limpiar el ático. Era lo único que le faltaba por hacer, y no lo había hecho pues era el lugar en el que estaban todas las cosas del viejo Rob. Un asidero de telarañas y artilugios inservibles que el hombre había recogido de a saber donde a lo largo de su vida. Ella los limpió uno por uno hasta que cada mínimo artefacto había quedado reluciente.

Aunque había algo que le rondaba la cabeza. El techo del primer piso parecía más bajo que el de la planta baja, y cada vez que subía las escaleras que daban a la estancia llena de cachivaches parecía que estas tenían más escalones que otras. Examinando bien, Daria llegó a la conclusión de que no eran ideas suyas, sino que en efecto, había un espacio de al menos medio metro entre el techo del primer piso y el suelo del ático.

Esta no había visto ninguna cerradura o nada parecido a una trampilla, así que la apertura para ver lo que su abuelo había escondido debía encontrar la entrada desde el primer piso. Esto resultó más fácil de lo que esperaba, pues al revisar detenidamente el dormitorio principal, la chica encontró una pequeña hendidura que antes había confundido con una imperfección de la pintura, pero ahora no resultaba para nada una equivocación, pues se encontraba justo encima de la almohada que usaba su abuelo. No se había parado a pensar el por qué su pariente se había tomado tantas molestias para esconder algo hasta que se vio a sí misma con los pies en la almohada, y llegando con su dedo índice al techo, pudiendo presionar la hendidura. Para su sorpresa, se trataba de un tablón suelto que luego pudo deslizar dejando un hueco del cual colgaba una pequeña cadena dorada con un aro al final. Tiró de ella mientras sentía que arrastraba un objeto a través de la madera y el polvo, y finalmente una caja de metal surgió de la oscuridad.

Aquello estaba siendo una aventura para Daria, que estaba acostumbrada a que su abuelo le dibujara mapas del tesoro para que ella encontrara un árbol extraño o cualquier ocurrencia que al viejo Rob se le hubiera pasado por la cabeza. Ella adoraba buscar todos esos pequeños tesoros.

La caja, sin embargo, era algo diferente. De hecho era la primera vez que había visto algo así en toda su vida, pues brillaba con diferentes colores extravagantes, como el bismuto.
Daria giró y examinó cuanto pudo el exterior de la caja, pero sólo había una inscripción en una de las caras.

Para mi amigo, el extranjero”.

La chica dedujo entonces que su abuelo, como era un viajero empedernido, tenía amigos por todo el mundo y que estos le habían regalado todo tipo de artilugios. Este, sin embargo, al abrirse parecía algo familiar.

Era un artefacto con lo que se podría interpretar que era un disco plateado en l interior, y una serie de mecanismos internos que no alcanzaban a verse, pues se encontraban muy apretados en el interior de la máquina, que poseía una rejilla de metal. Por último, el otro elemento a destacar era un botón negro, el cual fue presionado por la chica, que no podía soportar la curiosidad de saber qué era aquella caja misteriosa.

El disco comenzó a girar lentamente y el zumbido que vino a continuación retumbó en toda la habitación. Luego se oyó la voz del viejo Rob.

- ¿Seguro que eso funciona?

- Confía en mí. Ahora tú debes decir tu deseo, yo tocaré música con mi instrumento, y mientras tu hogar pueda oír la melodía, el deseo será cumplido durante un ciclo –dijo una voz que sonaba gutural y asfixiada, de hecho, parecían más de tres voces a la vez. Era algo imponente, impresionante y aterrador.

- ¿Quieres decir un año?

- Supongo.

- ¿Podrías decirme otra vez por qué pides tu deseo?

- Porque en mi familia son todos unos sosos, incluso mi hijo. Nunca se llevan bien entre ellos, y eso no me parece bien.

- Bien, pues comencemos.

- Deseo que mi familia esté siempre unida.

Ante esto, las lágrimas de Daria surgieron sin que ella pudiese siquiera reparar en ello.
La melodía que escuchó la chica durante los siguientes minutos fue el conjunto de sonidos más extraños que había escuchado. Era algo que incluso su cerebro se resistía a poder asimilar. Era una música que sólo se podría describir como onírica a los oídos poco acostumbrados.

Y aún así, era hermosa.

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