Daniel Blackwood. Paso 1
Un domingo
cualquiera, un tren de larga distancia se encontraba en medio de la nada
haciendo su rítmico y característico sonido mientras respiraba un denso humo de
vapor de agua cada cinco minutos. Y en este vehículo se encontraba Daniel
Blackwood, sentado en el segundo vagón con la locomotora a su espalda. Aquel
día llevaba su gabardina negra favorita. Los dedos de su mano izquierda
tamborileaban en el alféizar de la ventana mientras que con su mano derecha
sostenía un reloj de bolsillo. Cada tanto lo examinaba con impaciencia e
intentaba ignorar al señor bigotudo del bombín que se había sentado frente a él
leyendo el periódico. Este había estado intentando sacarle conversación desde
hacía un rato largo.
— ¡Ha! —exclamó el
hombre— ¿sabía usted que el gas que utilizamos para algunas máquinas proviene
de un meteorito?
Daniel le dirigió
sus ojos azules sin mover un solo músculo aparte de ellos.
— Ah… veo que
finalmente capto su interés —sonrió el bigotudo— pues no sólo eso, este
artículo dice también que gracias a siete científiques se pudo determinar que
el gas que había dentro de la susodicha piedra se pudo sintetizar el elemento
que llamaron “Draconio”, que es altamente inflamable y más ligero que el helio.
¿No le parece fascinante?
— De hecho sí —respondió
Daniel— pero… ¿cómo es que hablan de ello en el periódico?
— Hoy se cumplen
treinta años desde la caída del meteorito, buen señor. Para serle sincero, si
no fuese tan caro y difícil de conseguir lo consideraría un regalo del cielo —luego
el hombre se echó a reír.
Daniel volvió a
revisar la hora.
— Pero hombre —soltó
el señor del bombín con amabilidad— no se preocupe por la hora. Este tren
llegará a la próxima parada cuando anochezca. Faltan como cuatro horas más para
ello.
— Lo sé —dijo
Daniel intentando ser lo más educado posible.
Había una razón
para que Daniel estuviese en aquel tren y en ese vagón. Resulta ser que el
servicio de inteligencia para el que trabajaba había encontrado información
sobre un grupo de ladrones de Draconio al que estaban siguiendo la pista. Este
caso les estaba dando muchos dolores de cabeza, pues este grupo era infalible
en sus procedimientos. Nunca dejaban rastros, nunca había testigos, y sobre
todo, era impredecible.
Pero no en aquella
ocasión. El SICI, o “servicio de investigación de casos irresolubles”, se
encargó de cazar a un sospechoso de haber proporcionado material explosivo a un
comprador desconocido. Lo torturaron de maneras indecibles hasta que
consiguieron sonsacarle la identidad del sujeto y siguiéndole el rastro dieron
con un almacén supuestamente abandonado en el que había una carta quemada en un
noventa por ciento, pero la suerte estaba de parte del SICI y podía leerse una
hora y el nombre de una estación de tren. Obviamente no podía revelar esta
información a un civil que tenía barriga de persona con vida apacible y llena
de cerveza.
— Es que… mi novia me está esperando en la
estación —soltó finalmente Daniel.
El señor arqueó las
cejas en señal de curiosidad pero se interrumpió frunciendo el ceño.
— Discúlpeme usted,
señor, pero debo tomarme una pastilla. Cuando vuelva del vagón bar, por favor,
cuénteme sobre esa chica —el señor se levantó, avanzó por el pasillo y dio una
palmada en el hombro a Daniel, que le sonrió.
— Va hacia la
locomotora —pensó. Estuvo a punto de reír ante la torpeza de aquel amable
señor, pero una alarma se disparó dentro de su cabeza y se levantó tan rápido
como pudo para seguir al hombre. La visión de ver al maquinista degollado a través
del cristal de las puertas que separaban los vagones le hizo apretar los
dientes.
Antes de abrir las
puertas sacó su arma, que era una pistola con un pequeño tanque de Draconio en
el mango y un cañón al que se le encajaba un cono metálico.
Cuando estuvo en la
locomotora sólo pudo ver al cadáver del maquinista, y el tanque de Draconio del
tren, que era del tamaño de un barril de cerveza, había desaparecido junto con
el hombre del bombín. Sus ojos se dirigieron directamente a una ventana lateral
de la estancia, así que utilizó esta salida para escalar hasta el techo del
tren. Este se detendría aproximadamente cinco minutos después.
No fue sorprendente
para Daniel que el señor con el que había hablado estuviera caminando por
encima de los vagones con una mano sujetándose el sombrero y con la otra
arrastrando el tanque con el preciado gas.
— ¡No des un paso
más! —gritó Daniel por encima del ruido de la máquina y el viento que soplaba
desde su espalda.
El señor del bombín
le miró de reojo y le hizo una seña con el bombín. Daniel no pudo soportar
aquello y se dispuso a disparar, pero la locomotora se separó con un sonido
estruendoso y el brusco movimiento hizo que perdiera el equilibrio. La rabia
surgió del pecho de Daniel cuando vio que había sido un pasajero el que había
accionado la palanca de desenganche.
Daniel actuó antes
de pensar y en medio de todo el jaleo se vio saltando hacia el vagón que se
alejaba lentamente. La sensación de que había sido una mala idea comenzó a
asomarse por la ventana de su mente. Pero tras unos instantes de terror, su
mano izquierda llegó a aferrarse a la barandilla que llevaba observando
fijamente desde que saltó. Con el impulso, sus pies pudieron tener un punto de
apoyo.
Tenía práctica en
no confiarse nunca, así que con su mano
derecha alzó su pistola y dirigiendo rápidamente su mirada apuntó al pecho del
desconocido que había desacoplado la locomotora. Disparó incluso antes de que
el otro pensase siquiera en sacar un arma.
Después de ello, el
agente Daniel no se molestó en ver cómo caía el desconocido, sino que escaló
hasta estar de nuevo en el techo del vagón. Cargó su arma mientras observaba al
señor del bombín intentando mantener el equilibrio mientras avanzaba.
Los vagones estaban
reduciendo la velocidad, y finalmente se detuvieron en un tramo en el que los
raíles pasaban cual puente por encima de un acantilado. Con su mano izquierda,
Daniel rebuscó en su gabardina por el reloj de bolsillo, y se encontró con le
habían avisado de esa hora en concreto. Las palabras “si a esta hora, el tren
está a salvo, es que nuestro trabajo habrá funcionado. Dependerá de usted,
señor Blackwood, que se gestione cualquier eventualidad” resonaban en su cabeza
mientras corría hacia su objetivo.
— Pues vaya mierda
de trabajo han hecho —pensó.
Poco se esperaba
que una máquina voladora se acercase a gran velocidad con un arnés colgando de
ella. Se trataba de un vehículo que se mantenía en el aire por una hélice en su
parte superior que giraba a gran velocidad, creando un ruido ensordecedor.
El señor del bombín se ató el arnés y su sombrero
salió volando.
— Me alegro de
haber hablado con usted, buen señor. Diría que me gustaría conversar en otro
momento, pero mucho me temo que no será posible.
Cuando este despegó
recibió el proyectil del arma de Daniel en la rodilla. Aulló por el dolor pero
no soltó el tanque, que sostenía con ambas manos.
En ese momento, Daniel
recordó que las pistas habían empezado a ser claras por una venta de
explosivos. Soltó una sarta de improperios y maldiciones cuando escuchó las detonaciones y el puente derrumbándose.
Un abismo de escombro, metal y polvo se abrió bajo sus pies.
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